Llegó aquejada por dolores intestinales al puesto de salud. Pidió un turno. El número estaba tan distante como el gorrión caído de su nido. No había personal, le dijeron. La sala estaba atestada de pacientes que proferían insultos y rogaban atención. No se oyó el barullo de su ira ni el sonido lejano de las ambulancias. Permaneció absorta en su propio dolor, partida por su agonía. Alcanzó a distinguir que en ese recinto había luces macilentas. Hedor a clínica. Lágrimas, fluidos y tristeza. Algunas camillas con manos descolgadas y el vaho de la habitual desolación del siglo del fracaso. No había ni un poco de gentileza en ese mar de cuerpos a la deriva.
intestinales al puesto de salud. Pidió un turno. El número estaba tan distante como el gorrión caído de su nido. No había personal, le dijeron. La sala estaba atestada de pacientes que proferían insultos y rogaban atención. No se oyó el barullo de su ira ni el sonido lejano de las ambulancias. Permaneció absorta en su propio dolor, partida por su agonía. Alcanzó a distinguir que en ese recinto había luces macilentas. Hedor a clínica. Lágrimas, fluidos y tristeza. Algunas camillas con manos descolgadas y el vaho de la habitual desolación del siglo del fracaso. No había ni un poco de gentileza en ese mar de cuerpos a la deriva.
Se fue apagando a la espera en una silla plástica de respaldo tubular. Vio borroneados los números de los turnos que no avanzaban. Ni fuerzas le quedaron para gemir. Por fin alguien le pidió el carnet de afiliación. No estaba vigente.
-Usted no ha pagado su última cuota. Está en mora con el sistema– le dijeron. No respondió. Su último pensamiento fue justiciero: matar el Sistema de Salud. Envenenarlo con fármacos y barbitúricos, ahogarlo en compresas y formatos por rellenar. Enterrar vivo al asesino.
Informa: Enrique Patiño
Foto: @viajero990