Con esa frase empieza la pseudonovela que mi piel comenzó cuando cogí un avión hacia el otro lado del mundo.
Otro hemisferio,
otro océano,
otro continente,
otro color,
otra gente,
otra vida.
La guerra de los mundos se libra en la propia piel,
y la de especies.
Porque al mirarme al espejo y ver mi piel blanca la confundo con sal,
ver mi pelo rubio es ver el Sol (Inti) de cada atardecer andino.
Mis ojos color avellana son tierra
ya ni parecen observar, sólo sentir.
Los privilegios de una piel no elegida en un país aleatorio y occidental,
con los que ya no me veo,
me persiguen.
Y como mujer,
me presionan, doble, triple y a veces, infinitamente.
Ya no veo brazos ni piernas,
ya no veo tatuajes,
sólo veo alas de distintas formas y un pelaje elegido
con la libertad de quien elige ser feliz.
Y todo ese caos bélico entre el reflejo del cristal y la imagen que ven mis ojos ponen compás y ritmo a lo que se ha convertido mi vida: un campo de batalla vestido de primavera, floreciendo de la forma más violenta.
La guerra de los mundos me hace creer solamente en las maletas y en la música.
En los rincones donde nos dejamos ser, alma y cuerpo
– para recogerlos en el siguiente baile o abrazo.
Os voy a contar un secreto (no podría ser una guerra si no los tuviera)
No tengo dónde aterrizar,
ni dónde volver,
porque una vez vuelas,
las raíces son de aire y de personas.
Nunca están ligadas a la tierra
y jamás tendrán banderas.
Informa: Tamara amrtín
Fotografía: François (@viajer990)